martes, 16 de febrero de 2010

PLAZA MAYOR



Nos hemos vuelto a encontrar después de dos años.

La última vez que me despedí de él me di la vuelta en la estación de Sol, él se giró al mismo tiempo y nos sonreímos. De alguna manera supe que no volvería a verle en mucho tiempo.

Hay personas que merece la pena conocer aunque sea solo por la alegría que te hacen sentir. Alegría de vivir. Con él me reía muchísimo, pero sobre todo tenía esa sensación todo el tiempo de sentirme viva. Y es que la especialidad de J. era conseguir que me sintiera maravillosamente bien en mi pellejo.

No me olvidaré nunca de las caras de tonto que me estuvo poniendo mientras terminaba de arreglar sus asuntos por teléfono, ni las cañas que nos tomamos en la plaza mientras la luz comprimida de Madrid impactaba en mis ojos, ni lo ocurrente que estaba él después de aquellas cañas o lo cachonda que me puso con dos o tres miradas que no dejaban duda de cuánto deseaba morderme. Porque otra cosa no, pero me tenía encendida todo el tiempo. Recuerdo detalles pequeños como su mano agarrándome los muslos, palpándome por encima de la ropa, o su manera de llamarme siempre princesina. Nunca me olvidaré de cómo me recitó a Chinato entre jadeos como una complicidad nuestra, ni de la precisión de sus manos agarrándome desde atrás. No podría.

Aquel verano se escurrió deprisa, al tiempo que hablamos de nosotros y nos contábamos la vida, nos reíamos y nos hacíamos el amor. Follábamos como animales en aquel cuartito, mientras el sol nos hacía sudar vicio y subíamos y bajábamos en aquel ascensor pequeño y rancio de aquel hostal rancio y pequeño en la Plaza Mayor…

J. tenía algo dentro que a mí me costaba asimilar. O lo que es peor, tenía ese algo que conozco tan bien, y que tantas veces detesto, pero que no me queda más remedio que aceptar. Lo he visto en muchos cuartos después de follar, mientras trepa algo extraño en el silencio, puede que sea esa forma de desacoplarse después del sexo, esa manera de volver cada uno a lo suyo. No hablo de la sensación de sentirse solo, sino de esa especie de maldición humana de ser solo. La gente se siente jodidamente sola y a veces parece que folla solamente para paliar esa soledad. Pero jamás aprenden a estar a solas. Y eso sí me hace sentirme un poco triste. Como si yo no mereciera ese secreto. Pero bueno, salvo ese paréntesis, hay que reconocerle a J. que supo sacarle mucha vida a este cuerpo mío.

Si soy sincera creo que es el hombre que mejor me ha follado nunca. Era incansable. Pero no en vigor, que también. Los hombres de campo tienen esa energía animal a la que no llegan otros tíos por mucho que se curren el gimnasio. No es algo físico. Es más bien esa lucha instintiva, natural, salvaje contra los elementos, da igual que sea el viento, el agua o una mujer caliente. Y por otro lado esa forma de ser abierto con todo, de permitir que el destino lo colmara de sorpresas, de cosas buenas (o malas) que también me alcanzarían. Creo que sí, que era sobre todo eso. Esa manera suya, tan normal, de dejar que las cosas, sencillamente, pasaran, como dejar al río ser río, o dejar a la sangre ser sangre... Todavía olía a olivos y a tierra. Y ese energía agreste se le notaba en la tensión de los brazos cuando se apoyaba para follarme a saco, o en esa forma de moverse sobre mí sujetándome fuerte, dorado, invencible… “y yo no he muerto, me alegro de la lluvia, y me alegro del viento, y si tengo frío me caliento, si tengo miedo, ¡que no lo tengo! Susurro y pienso, y para mañana ya tengo mi pequeña ración de esperanza…”

Y ahora volvía a tenerle frente a frente. Le sentía algo triste pero arrebatado. Muy puto. Me cogió por las manos y me acercó a él frotándose contra mí, besándome, oliéndome, tocándome, respirándome. J es un puto perro. Amor perro. Cuando el ascensor llegó arriba apretó el botón para volver a bajar. Me abrió la blusa con una destreza increíble y me sacó las tetas por fuera. – Mmmmm princesina, no te imaginas cuánto las he echado de menos…te has acordao tú de mí?

Al entrar al cuarto prácticamente nos devoramos. Puede que por el tiempo que hacía que no estábamos juntos. Yo creo que la piel tiene un recuerdo. Un recuerdo impreciso pero ansioso.
Me tiró literalmente en la cama y se echó sobre mí con todas las putas ganas del mundo, arrancándome la ropa con ímpetu, prácticamente mordiéndome, violento, arrebatado, muy cerdo. Me puso a cuatro patas y me perforó de una sola embestida. El calor que emanaba de su cuerpo me ponía aún más puta. Sentirle tan excitado me incitaba aún más. Su polla, vertical, me atravesaba a un ritmo acelerado. Podía sentirla matándome por dentro, candente, dura, feroz. Mi culo se movía al compás de su hambre y su hambre era mucha. Después del primer orgasmo cayó rendido sobre mí.– Hostias esto no es forma de follar, ¿verdad princesina?

Pero no le contesté. Me quedé quieta, respirando como un pajarito asfixiado por el calor, sintiendo mi coño exudando gusto. Sintiendo a mi coño pidiendo más. Apenas pude decir:

Tengo calor…quiero más… Entonces me dio la vuelta. Me besó muy suave. La luz que entraba por la ventana se enredaba en mis rizos haciéndolos brillar, caía a bocajarro sobre mi piel, él siguió contemplándome, mirándome a los ojos, sonriendo ante la visión de mis tetas, de mi coño depilado, de las gotas de sudor que resbalaban por mi cuello.
 – Tengo calor… y él con esa sonrisa suya, con esa puta sonrisa suya me seguía observando.

Se levantó un momento y al volver traía una toalla empapada. Como mi coño, inundado de desearle, de sentirle, de retorcerme por dentro. Me humedeció toda la piel con la toalla y empezó a soplar sobre mí según me iba mojando, imitando una caricia con el aire que salía de su boca. Me tumbó en la cama y me empapó los labios, el cuello, soplaba, era delicioso sentir esa brisa pequeña, goteó mis pezones que se endurecieron al instante. Abrió delicadamente mis piernas y siguió bañando mis muslos, mis ingles, soplaba y soplaba haciéndome estremecer con cada soplo. Estrujó la toalla dejando caer gotas de agua sobre mi coño ardiendo y consiguió que me respiración comenzara a hacerse dificultosa. – Qué tal, princesina, ¿se te pasa el calor?- me dijo guiñándome un ojo. Yo me retorcía de un gusto ahogado dentro de mi vientre. Algo pulsaba en mi interior como un segundo corazón. Estaba preparada para un segundo asalto. Él también.

Siguió echando gotas de agua sobre mi raja y luego las recogía con la lengua. Empecé a suplicarle. – J. por favor, por favor…necesito…tu polla…fóllame, fóllame ya por lo que más quieras… Entonces él aproximó sus manos a mi cuerpo, pero sin llegar a tocarme, podía sentir el calor que desprendían sus dedos, pero también su respiración fuerte, su lujuria. Recorrió todo mi cuerpo sin tocarme mientras me hablaba y me provocaba más y más

– Tienes ganas de más ¿eh? ya lo creo que sí, mira como estás, como te retuerces, estoy por irme y dejarte así para recordarte así de zorra…¿qué quiere mi princesina eh?- me preguntó sonriendo – Quiero tu polla, cabrón.

Me moría por comerle la polla. Esa polla rotunda e inagotable que tantas veces me había hecho sentir en el paraíso. Esa polla dulce y amorosa que me había sostenido en un cielo concebido para el sexo. Una lujuria dilatada en el tiempo, en nuestros juegos, en un verano efímero y gozoso.

Le comí la polla animalizada, dejándome arrastrar por mi lujuria, permitiendo que su rabo me arrancara gemidos de la boca y me inundara de sus jugos y mi saliva, dejando que me ahogara, que me agarrara del pelo, sintiendo como se estremecía y como me emputecía yo misma. Y él me hablaba y me hablaba mostrándose dominante, tierno, fuerte, suave, excesivo, salvaje, él…

- Vamos, esa es mi chica, así así, cómemela bien zorra, toma, toma…mi niña, mi niña puta, tómala toda, entera princesina, venga, hasta el fondo, así, como noto tu garganta, venga niña, cuídala como tú sabes…

Me sumergió en él, en su cuerpo, en su polla. Me envolvió de él, de sus maneras. Sus ganas, su forma de ser, la fuerza de sus dedos, la suavidad de su polla, el olor metálico de su rabo, flotaban sobre mí. Me penetro el coño con una ternura magnífica, quedándose quieto. Le recuerdo tumbado sobre mí apoyándose sobre las manos, con su polla metida dentro de mí hasta lo más hondo, sus ojos mirándome, subterráneos, quieto, detenido mientras mi coño adoraba su cuerpo, la tensión de sus brazos, su puta sonrisa, su polla atascada en mi agujero.

Quieta, quietaaa, no te muevas – me pidió susurrándome – quiero que me recuerdes siempre así…contrae el coño, que quiero sentirlo, contráelo.

Hice lo que me pidió, y no se movió ni un poco, cerró los ojos; mi coño palpitaba lento al principio sobre su polla húmeda, pero luego quería más y más. Él seguía sin moverse y mi coño se abría y se cerraba el ritmo de mi placer. En esa inmutabilidad las paredes de mi vagina se agolpaban contra su polla. Hasta que empezó a moverse solo, sin necesitar de mi voluntad para seguir su recorrido, mi coño se contraía una y otra vez sintiendo el vigor de J., su calor, su sangre, su dulzura. Me corrí en oleadas prolongadas. Fue un orgasmo marino. Podía sentir mi cuerpo extendiéndose sobre el suyo, yendo y viniendo sobre él. No creo que hubiera una sola célula de mi cuerpo que no le sintiera. Toda mi carne se estremeció en temblores dilatados, toda yo era un gemido. Él se corrió poco después, fue la única vez que alguien gritó mi nombre mientras reventaba de placer de esa manera, entre jadeos ahogados, como si gritara el suyo propio. Sacó su polla de mí y me regó de semen, luego extendió su semen con sus manos desde mi pelvis por mi vientre hasta mis tetas y volvió a soplar sobre mí. Lo hizo en un gesto delicioso y profundamente amoroso. Tanto que hasta me conmovió. Y luego entre susurros me dijo. – Quiero que huelas a mí, a mí, a mí… Lo decía de una manera, con una vitalidad y una alegría que me contagiaba de vida, creo que eso era lo que más me gustaba de J.

Estuvimos mucho más tiempo follando, recordando cosas que habíamos hecho en aquel cuarto o en otros parecidos, riéndonos y charlando de esto y aquello. Luego llegó ese momento de empezar a despedirse. Odio que me den explicaciones, sobre todo cuando no las pido. Le pedí que se callara y que fingiera que volveríamos a vernos en cualquier momento. Así que salimos de la habitación, me acompañó hasta la boca del metro, me besó dulce, despidiéndose casi sin querer, y me sonrió como siempre hacía.

Y luego, desapareció en lo más profundo.