domingo, 12 de abril de 2015

MUERTE








De aquella noche todo lo recuerdo a oscuras. El modo en que nos despertó el teléfono, sacudiéndonos, la respiración agitada, el gesto circunspecto, esas pausas que se hacen al hablar cuando se recibe una mala noticia… Llegamos a casa de Roberto y parecía que alguien estuviese apretando el aire para hacerlo aún más irrespirable. La luz de aquella casa me pareció irreal y, al mismo tiempo, jodidamente conocida. Ya sabía lo que había pasado, incluso lo que iba a pasar, aunque nunca llegué a saber por qué. Roberto nos contó con sus ojos clavados en el vacío que por la mañana Javier ya le había dicho que se iba a morir. Es cierto. Aquella casa olía a muerte. Incluso antes de lo de Javier. Todos lo sabíamos. Pero todos creíamos que sería Roberto, porque a él le llamaba lo siniestro, siempre fue adicto a la fatalidad...

Roberto había ido a recoger a Javier a la estación aquella misma mañana. Habían estado dando vueltas por el puerto y habían ido a comer a uno de esos restaurantes de marisco para “guiris”. Se hartaron de nécoras y albariño, y luego fueron a echarse la siesta a Cabo Estay. Después anduvieron todo el día de aquí allá sin destino fijo y engancharon con la noche. En el “Darwin” conocieron a unas chicas, se enrollaron y más tarde fueron al apartamento de Roberto en Playa América…

Miré a Roberto e hizo una pausa sin dejar de mirar al suelo “Joder, tío, yo creo que lo ha hecho porque le tocó la fea…” Se echó a reír dándose cuenta de la tontería que acabada de decir. En parte, cualquier cosa que dijéramos a partir de entonces era una tontería. “Joder, ¿como iba a pensar que iba a hacer algo así? Cuando he oído el crack desde la otra habitación he sabido que era él. No sé por qué, pero lo sabía. Sabía que era su cuerpo golpeando contra el asfalto. Sabía que era su sangre chorreando sobre la calle. Lo he sabido. Joder, tío, siete pisos. Era hombre muerto. Joder, tío, me duele la cabeza”

Yo no quería oír más detalles ¿Acaso había más?. Javier tenía veinte años y no quería vivir. Eso era todo. No había más. Se oyó el timbre de la puerta y todos supimos que eran los padres de Javier. Se oyó gritar a alguien y llorar. Ese llanto inconsolable de las madres. Ese dolor tan real y aparatoso, con la mitad de sus gritos enfáticos, con la mitad de sus gritos ahogados. No sé cómo fue pero todo el mundo desapareció. Yo me quedé en el cuarto de Roberto tratando de protegerme de esa afectación que me ha asustado siempre tanto. Sea real o no. He visto muchas veces esa misma afectación fingida, del mismo modo que he contemplado la auténtica, y no podría elegir cual de ambas me resulta más dolorosa. La habitación estaba en penumbra. Casi podía oír el cuerpo de Javier al caer. Maldita sea. Y entonces lo sentí a él. Me abrazó como si se abrazara a la única verdad del mundo, palpando mi cuerpo por debajo de la ropa, no con ansia, si no con auténtica fe en la vida, como asiéndose a la vida propia. Me mordió el cuello y jadeó sobre mis labios. Necesitó mi coño como yo necesitaba de su leche tibia descendiendo por mis muslos. Como si ambos supiéramos que solo nutriéndonos de algo vivo podríamos apartarnos de la muerte. Me folló de pie, desde atrás, penetrándome con auténtica vehemencia. Como queriendo hacerle entender a mi carne que su carne no se andaba con chiquitas. Haciéndome temblar con cada golpe de polla, estremeciendo mi vientre con cada vaivén, consiguiendo que mis tetas se deslizasen sobre el aire dibujando parábolas perfectas. Cuando acabó se sujetó a mí, se quedó mirándome, haciéndome entender:”estoy vivo” y juro que jamás me sentí tan viva y mía como atravesada por aquel falo aterrado por la muerte.




Crucé el pasillo y vi una chica llorando en la cocina. Entré y le ofrecí un vaso de agua, entre jadeos no paraba de repetir “Yo creo que es que no le ha gustado como se la chupaba…no es justo, jo tía…”  Al marcharme cerré la puerta despacito, sin hacer ruido, respetando el duelo de aquel lugar. Mientras bajaba las escaleras me di cuenta del rumor de mis braguitas, todavía rezumaban mis fluidos, miré la piedra del edificio cubierta de musgo, transpirando, como yo, sus humedades. Me sentía aliviada y a salvo. Y desaparecí entre las calles de piedra.