lunes, 6 de febrero de 2017

TORMENTA PERFECTA








Dijeron que la flota quedaría amarrada, que había que atar todo lo que pudiera volar, que llegaría a una velocidad de ciento sesenta kilómetros por hora, que se trataba de una ciclogénesis explosiva, la hostia, la tormenta perfecta.

Dicen que el peligro es una espita del deseo, que toda esa adrenalina que produce el miedo hace que uno pueda enloquecer de impudicia y lujuria… No lo sé, solo sé que el viento empezó a golpear los cristales como nunca, que arrastró agua y barro y peces muertos, que parecía que iba a levantar la casa sobre un cuerno de infinito poder, que ahí afuera alguien soplaba una trompeta como si fuera el mismísimo diablo y que parecía que llegaría el puto Apocalipsis de un momento a otro.

Creo que por eso ambos nos buscamos por la casa, sin mediar palabra, como si nuestros cuerpos supieran de antemano qué había que hacer. Nos arrancamos la ropa y comenzamos una cópula frenética y desesperada. Medios desnudos nos besamos, veloces y violentos, absortos y perversos, apresando nuestra carne con desesperación, sin tiempo para sensualidades ni preliminares.

Yo sentía mi piel como un artefacto capaz de captar esa energía que flota en el aire antes de un desastre, esa tensión, esa masa crujiendo en silencio, esa electricidad agónica doblándose sobre sí misma. Yo sentía mi cuerpo a través del suyo en una disociación mutua, en un combate cuerpo a cuerpo. Mezclando nuestras lenguas, enlazadas en piruetas dignas del mejor contorsionista, tratando de alcanzar la médula de esa masa informe que elaborábamos con nuestra actividad. No se si el deseo tiene un epicentro, pero en ese momento era algo que había dentro de él, y lo quería, quería hacerlo mío, para comérmelo, para devorarlo o desmontarlo o destrozarlo, para morderlo con mi boca o apretarlo entre los profundos pliegues de mi coño. En ese momento era algo que yo poseía y protegía a toda costa de sus labios, de sus dedos, de esa polla furibunda que me asediaba como un ariete contra una puerta…

El cuerpo de un hombre me parece lleno de secretos que solo yo descifro, a pesar de todo lo que digan o lo que pueda parecer, a pesar de su supuesto sexo matemático y factible, a pesar de esa prodigalidad con que un hombre entrega su cuerpo y su placer, siempre, siempre me parece estar descubriendo algo recóndito y oculto, algo velado y más complicado de lo que apenas se observa en esa ruta a la evidencia. La punta del iceberg, la clave de una paradoja, es como esconder algo a la vista de todos, jamás hallarás algo tan bien escondido. Igual me complico demasiado, pero me encantan mis laberintos, ese salto mortal con doble tirabuzón… sobre todo cuando le oigo gritar de gusto, o veo su verga inflada por el vicio, cuando siento que ese placer me pertenece, cuando le hago mío, o le descubro vibrando de gozo con ese misterio que soy yo…

Pero no desee su placer ni el mío. Fue otra cosa. Una energía cósmica que nos llevaba a follarnos como bestias, transportados por un impulso oculto, fantásticamente poderoso. Sentí el influjo de mi animalidad, lamí avariciosamente los labios de su lujuria, su polla era un triunfo en mi boca que resbalaba de babas y obscenidad, supuraba burbujas preseminales que alimentaban animosamente mi lascivia, mi furor, mi hambre y toda su hambre, su furor y su lascivia escurrían desde su polla a mi saliva ahogándome en una maravillosa simbiosis libertina.

Su lengua me parecía un dragón adentrándose en mi raja, retorciéndome en cálidos temblores, soplando desde dentro de mis venas, haciendo saltar chispas en las grietas de mis neuronas. Sentí sus dedos apresándome los muslos y el ansia de su boca pegando lengüetazos en mi coño, como una fiera sicalíptica y ávida de las secreciones de mi sexo. Ambos enloquecidos por el forcejeo indiscutible del delirio, ambos enroscados como serpientes en nuestro particular Muladhara.

Me babeó, me mordió, me hurgó, me usó y me traspasó de sexo y fuerza y macho y yo adoré ser una mujer vencida a su placer, y me clavé en él y le chupé, y le escarbé y me gocé en él como si fuera el último de mis días.

Me dio la vuelta, me puso a cuatro patas y me folló sobre la alfombra roja, su polla me traspasaba y yo casi deseaba una herida, un dolor, como si de ese modo pudiera penetrar en lo insondable, en toda aquella masa informe de desenfreno. Sentí su rabo atravesándome el coño y mi agujero adaptándose a su polla mientras un latigazo suculento subía desde mi culo a mi columna, sentí la robustez de sus manos hundiendo mis lumbares y no alcanzo a comprender como mi espalda pudo soportar todo el peso de ese gorila follándome, con toda la energía de sus cojones, sin quebrarme. Sus gritos inundaron mi cabeza, jamás le había oído correrse de ese modo, aspirando cada suspiro en una maraña de voz y aire, sus dedos trataban inútilmente de agarrarse a mí en medio de aquel paroxismo, sus huevos chocaban furiosamente en mi culo, zas, zas, zas, pude sentir cada una de sus convulsiones encharcándome con su semen orgánico.

Y, entonces, un trueno estalló en mi cabeza disgregándome en átomos de luz, y placer y hombre, vientos rugiendo dentro de mí, todo el ardor de mi femineidad, toda la bravura de la tormenta estallando en mi coño en moléculas de color y gozo, rezumando por mis muslos, alcanzando los cristales de las ventanas en forma de gotitas de aliento y rocío, las paredes reteniendo mis gemidos,  y mi cuerpo goteando sudor y flujo y esperma…