Me
gustaría decir que he vuelto tanto como poder decir alguna vez:
“estoy viva”. Cuanto más pienso sobre ello, y sobre cualquier
cosa, más convencida estoy de que no tengo convicción alguna sobre
ninguna cosa.
Es
verdad que el sexo, como la música, como la comida, como los ríos
salvajes o las olas gigantes tienen un efecto en mí alentador.
Cuando el verde de las hojas traspasan mis pupilas y puedo oler su
color, es entonces, cuando sé que sí, que hay una vida en mí. El
resto del tiempo vivo, como casi todo el mundo, acunada en los
aburridos brazos de la rutina. En piloto automático. En la nada.
Incluso
muchas veces lo que quiero es morir, desaparecer o, al menos, dejar
de sentir cosas sobre las que no tengo ninguna injerencia.
Creo
que me quejo demasiado para la vida de puta madre que me ha tocado
vivir. Creo que he tenido la suerte de vivir en una parte del mundo
en el que para ser mujer puedo decidir bastantes cosas. Pocas. Pero
muchas más que la mayoría de las mujeres del resto del planeta.
Aún
con todo, creo que las cotas de libertad de la mayor parte de los
seres humanos se reduce a poder elegir entre plátano o piña, y poco
más. Sinceramente creo que la mente humana no está conformada de
manera que podamos decidir absolutamente nada, así, en serio. Más
bien vamos dando saltos o tumbos de decisión en decisión, inducidos
por los caprichos de una mente para la cual, lo único que prima es
la supervivencia. A tu cerebro se la sudas. Le da igual que te guste
Bach, que quieras estudiar medicina molecular o que quieras ser tan
rico como Amancio. Pero te obliga a tomar decisiones sobre las que es
posible que discreparas si te hubieras dado cuenta de que no las has
tomado tú.
Y,
en cambio, hay en todo esto una ilusión maravillosa. O, al menos, un
delirio que nos hace sentir maravillosamente bien. Hay un ente, algo,
alguien escondido en la profundidad de nuestro organismo que mete la
mano en el fango, bien hondo, y remueve el lodo de lo que somos para
sacar limpiamente nuestra esencia. Algo a través de la tierra, del
golpe de un trueno, del zaca zaca de nuestras caderas, de esa baba
que gotea desde alguna caricia, algún ser.
Sí,
el sexo, me hace sentir bien. Y hay muy pocas cosas que me hagan
sentir así: limpia, animal, yo, mía. (Sí ya sé que todo esto
también es provocado por mi cerebro, pero me mola)
Desde
que empecé a escribir el blog de “Puta Inocencia”, creo que
sobre el año 2008 y que luego cambié a este, “Los cuentos de la
chica mala”, he observado un retroceso. Un cambio. No sé si soy la
única.
Yo
creía que con la llegada de Internet y el boom de los blogs, de la
información en general, se normalizarían algunas cosas. Puta
Inocencia.
En
cambio, he observado que en lugar de eso, se está distorsionando la
visión de lo que es el sexo. Y para mí la visión es que no hay
visión. No hay una forma correcta de follar. No tienes que follar
como el todo el mundo. Ni siquiera “tienes” que follar.
Para
mí lo bello del sexo, es esa libertad para poder elegir plátano o
piña. Sin eso, se transforma en algo banal, feo, normal.
Acudir
al porno es casi como ir a misa. Sí. Ya sé que suena perverso. Pero
es que yo tengo esa sensación. No hay nada de creativo en ello. Si
el porno alguna vez ha sido arte, que no lo sé, aunque yo sí se lo
suponía, se ha convertido en una mecánica tediosa que oculta el SEXO.
Por
otro lado cada vez observo que la gente es más retrógrada, que cada
vez más personas se echan las manos a la cabeza por ver el pecho de
una mujer o su vagina o un pene o, incluso, una actitud (que casi es peor). Si
la desnudez de las personas te aterra más que toda la bazofia
espíritu-capitalista que te venden cada día sin llegar a buscar
jamás tu propia sexualidad, tu esencia...me das mucho miedo.
Por
eso me debato entre seguir escribiendo mis relatos en este blog, o en otro, o destruirlo.
Solo
quería comentar estas reflexiones. Seguramente migre el blog a
Wordpress. Si es que he vuelto, que aún no lo sé, seguiré escribiendo
allí... Ya veremos si no me lo cargo todo. Destruir también tiene
un efecto alentador en mí. ¿Y en ti?